Mar 09, 2012Ana CaballeroNoticiasComentarios desactivados en La vuelta a Cándida en 80 años
La primera foto no está pero, de existir, sería en blanco y negro. Los recuerdos del encuentro son exclusivamente de ella; yo todavía no tenía memoria suficiente en el disco duro para almacenar ese tipo de datos. Con cuatro años uno solamente anda pendiente de si ha regresado o no su padre del trabajo y de cuando le toca a mamá volver a repartir comida. Pero ella dice que lo tiene almacenado en 3D. Afirma que ocurrió nada más poner un pie en mi casa para ayudarle a mi madre en sus tareas hogareñas. No sé si aquél sería el día en que cosió en diagonal el dobladillo de las cortinas del salón – desde entonces bautizadas como las increíbles cortinas menguantes – o sí correspondería con la mañana en que empapeló el cuarto de la plancha y en el empeño desapareció la puerta. Lo desconozco. El caso es que ella dice que yo, nada más verla, corrí a esconderme detrás del biombo. Aterrorizado ante la visión de su nariz, según me cuenta. Ignoro si es cierto el motivo pero, de serlo, la vida me ha pasado revista por tamaña afrenta regalándome también a mí luego con una porra portentosa. Eras muy vergonzoso, me insiste. Muy vergonzoso y, por lo visto, hubieron de sucederse varios de aquellos encuentros hasta que me decidí por fin a salir de mi escondrijo. Desde entonces Cándida ha sido mi Mary Poppins particular. Mi hada madrina.
Por supuesto que nuestra relación ha estado siempre centrada en un acuerdo laboral que consistía en que yo desordenaba un apartamento y ella, previo pago, me lo volvía a poner de punta en blanco. Con algunos matices discutibles, como el hecho de recortarle los flecos con las tijeras del pescado a un kilim afgano y meterlo en la secadora para reconvertirlo en un mantelito para el ratón del ordenador, pero siempre de punta en blanco. Eso era así. Sin embargo, si pongo el cerebro en modo configurar para escanear las mejores diapositivas de nuestra relación, en ninguna de ellas aparece Cándida fregando.
Con ella he compartido momentos por tierra, mar y aire. En cárceles y en sets cinematográficos. Con risas y con lástimas. En Nueva York y en Martos. Ella me regaló mi primer bestseller editorial, “Cuando Dios aprieta ahoga pero bien”, cuyos beneficios compartidos le supusieron, contra todo pronóstico, un éxito muy negativo. El día de la presentación le quedaba tan sólo un diente en la encía de arriba y pocos más en la de abajo. Estaba a base de purés y zumos. Con los primeros beneficios editoriales se hizo una dentadura. Nada más colocársela supimos que mejoraría en las fotos pero que apenas se la entendía al hablar. ¿Problema? Que acabábamos de ficharla en el programa de M-80 y una locutora que no vocaliza resulta difícil de mantener en nómina en una radio, por mucho que tú le expliques su gran valía a Polanco. Pero pasó lo que tenía que pasar. En Castellón se acercó a una zapatería, le echó, según ella, cola de caballo a las muelas postizas y aquello quedó encajado de tal forma que no se volvió a escapar un silbido. Sus impecables críticas cinematográficas están ahí para corroborarlo.
Luego me dio también las infinitas satisfacciones de la película, “Cándida”, que ningún productor – ni yo mismo – creímos que fuera capaz de sacar adelante. ¿Cómo habría de hacerlo? ¿Cómo aprenderse un papel protagonista sin saber leer y sin saber juntar en la escritura más que dos o tres letras? Hasta el rodaje ella siempre leía de oídas. Por poner un ejemplo ejemplizante, solía rememorar con frecuencia sus andanzas cuando elaboraba tortillas (como con patatas) en la Taberna de los Dos Gustos; un local que en realidad tenía un letrero que decía Bar Don Justo. Se conoce que lo que escuchaba entre líneas es lo que se aplicaba a la interpretación de los neones. Solía oír campanas, cierto… pero en el cine las redobló del todo. Y de qué manera.
Gracias a Cándida la vida me ha abierto puertas a lugares que, sin ella, nunca hubiera visitado; a sensaciones convulsas que, sin ella, nunca hubiera experimentado; a saltos de pantalla profesionales que, sin ella, nunca me hubiera atrevido a afrontar. La veo ahora, con sus 80 recién cumplidos, y se me antoja igual a la Cándida que conocí hace tantos años. ¿Extraño? No sé. Al final van a tener razón los neurocientíficos cuando afirman que el ojo humano solamente recoge del rostro que observamos dos datos: los ojos y la boca. Que el resto de la cara se lo imagina. Lo reconstruye con información que tenemos almacenada en el cerebro. Pues debe de ser eso. Que, como los ojos negros de Cándida siempre echan chispas; como sus labios permanecen siempre en cuarto creciente; siempre con una sonrisa colgante; nos centramos en ello y hacemos desaparecer de nuestro registro las marcas del tiempo que parecen no pasar nunca por ella.