May 18, 2010 Ana Caballero A Cien Millas de Manhattan, Noticias Comentarios desactivados en Milagro en Rhinebeck, New York, A Cien Millas de Manhattan
Tony Orza, el maestro de español del pueblecito norteamericano retratado por Guillermo Fesser en su libro A Cien Millas de Manhattan, recibe el 29 de mayo la Medalla al Mérito Civil. El galardón se lo concede el Ministerio de Asuntos Exteriores de España, por su extraordinaria labor en favor de la difusión de nuestra cultura. Miguel Angel Moratinos, que recomienda en su blog la lectura del libro, ha querido premiar con este gesto a los numerosos maestros que de forma anónima pero entusiasta contribuyen a la difusión de nuestro idioma y al conocimiento de nuestro país en el extranjero.
Si aún no conoces las peripecias de este increible ser humano, te brindamos la oportunidad de repasarlas en este extracto del capítulo JUNIO del libro de Fesser. Si quieres conocer al resto de los personajes de este pueblecito del estado de Nueva York, A Cien Millas… acaba de ser reeditado por la Editorial Aguilar en su colección de bolsillo.
TONY ORZA:
LAS PERIPECIAS DE UN MAESTRO DE ESPAÑOL EN LOS ESTADOS UNIDOS
Extracto del capítulo “Junio”
“A Cien Millas de Manhattan”
Guillermo Fesser, Aguilar 2008
Hola, ¿cómo estáis? Es Susana Callahan. Madre alemana, padre norteamericano, nacida en Rhinebeck. Habla un castellano impecable. Cuatro años en el colegio con el profesor de español de secundaria hicieron que lo dominara casi a la perfección. Igual que Fred Woods, o John Marvin, o Richard Steers, o tantos otros. Todos los años sale de la High School una nueva camada con un conocimiento sorprendentemente amplio, tanto del idioma como del país en dónde cobró vida y encontró sentido. El culpable de tan excelente resultado se llama Tony Orza, nacido en el El Bronx, en un barrio de dialectos (napolitano, calabrés y siciliano), que poco a poco iba cediendo terreno a los portorriqueños. Era cuando los italianos miraban a los hispanos con malos ojos y les asociaban directamente con el deterioro de la ciudad. Cuando donde había crecido antes un jardín o una huerta, florecía ahora un basurero.
Tony creció estudiando en latín, primero en el colegio y luego con los jesuitas en la Universidad de Fordham. En el segundo año de la secundaria se apuntó a estudiar español. Su profesor era un ítaloamericano lleno de vida que consiguió que la asignatura se convirtiera en algo fascinante. Después, le tocó un profesor de Zaragoza, Julián Lamas, que durante muchos años había dado clase en la Universidad Marista de Hyde Park. Orza descubrió un nuevo español, con zeta, muy diferente al que acostumbraba a escuchar en el metro de boca de los latinos que regresaban quejosos: mucho trabajo, poca plata. Sus padres comenzaron a preocuparse por el entusiasmo del bambino. Definitivamente, no veían con buenos ojos el acercamiento de su hijo hacia ese mundo. Él trataba de convencerles: pero este español, babbo, se asemeja a nuestra cultura. Mamma, la Spagna é come l´Italia. El profesor se parece a nosotros. Es distinto de lo que vemos aquí.
Cuando decidió licenciarse en filología española, a su padre, un conductor de camiones, casi le da un soponcio. Che fai con questa gente? Má tu scherzi? Tu sei italiano. !I-ta-lia-no ! ¡Me cago en la miseria!
En 1967, gracias a los ahorros que su madre había ido almacenando sigilosamente durante años, pudo marcharse a estudiar a España. Estuvo seis meses en Santander, otros seis en Madrid y tres en Salamanca. Allí besó a su primera novia debajo del puente romano y desde entonces la idea de Castilla quedó asociada en su mente a la felicidad.
Al terminar, su primer empleo le llevó a la ciudad de Búfalo como profesor auxiliar de la Universidad del Estado de Nueva York, la SUNY . Parte de su trabajo consistió en tirarse un año investigando en Salamanca y conoció a quien sería su mentor y maestro: el dramaturgo Alfonso Sastre.
Al regresar a casa se reincorporó a su departamento para enseñar español. Y llegó 1970. Estados Unidos andaba metido de lleno en la guerra de Vietnam. Acababa de cumplirse un año desde la decisión de Camboya y Nixon estaba recibiendo presiones porque sólo los negros y los más pobres eran enviados al frente. Tuvo que inventarse un sistema de lotería para reclutar a los jóvenes. En un bombo se introdujeron las fechas de nacimiento, día y mes, y en otro los destinos. Una mañana, mientras estaba dando clase, uno de sus alumnos le preguntó inocentemente: ¿en qué fecha nació usted, Mr. Orza? Tony respondió: el 22 de noviembre. Ah, replicó el estudiante, entonces ya no tendrá que corregir más exámenes. Le ha tocado el número nueve. Le mostró el periódico: tenía que marcharse al frente.
Aquél domingo Tony acudió a la iglesia. No solía frecuentar las misas, pero el obispo católico intentaba conseguir para su congregación el derecho a solicitar la objeción de conciencia y no iba a perder la oportunidad de intentarlo. Padre, mi aiuti. Vediamo cosa possiamo fare. En aquellos tiempos la supremacía del derecho natural sobre los mandatos de la autoridad quedaba restringida a los testigos de Jehová y los cuáqueros. Se concedía exclusivamente por creencias religiosas, sin entrar a considerar motivaciones éticas o personales de ningún otro tipo.
Entre tanto, le llegó la carta del ministerio de defensa para que se presentase a las pruebas de aptitud física. Aprobó la gimnasia y el abanico de posibilidades para su futuro se vio reducido a tres: abrazar el ejército, huir a Canadá, o solicitar un puesto de traductor dentro de la armada con lo cual, al menos, evitaría la primera línea de fuego. Fue a Canadá pero aguantó de fugitivo tan solo un día. Lo que allí vio no era para él. Vivir en el exilio, como un apestado, lejos de su gente y sin saber cuándo podría regresar. Así que optó por la tercera vía y rellenó el formulario de ingreso en la Escuela de Idiomas del ejército. Entre las múltiples opciones que se ofertaban escogió como idioma preferido el portugués y a Brasil como país de destino. El examen no podría haber sido más básico. Le dieron una hoja con vocabulario de un idioma africano desconocido para él. Cada palabra venía con su traducción en inglés a un lado y le pidieron que armase una frase con todas ellas. Tan simple como comprobar que podía distinguir un verbo de un pronombre o de un adjetivo. Superada la prueba, le llegó a casa el certificado de admisión, aunque con algunos pequeños retoques. En el formulario original rellenado por Orza, alguien había tachado las casillas correspondientes a portugués y a Brasil y, en su lugar, había colocado una equis en las de laosiano y Monterrey, California.
Fue a hablar con los militares y les espetó: ustedes quieren que aprenda laosiano para mandarme por delante de las ciudades que van a bombardear prometiéndoles que vamos a traerles prosperidad y alimentos. En otras palabras: que voy a ser el primero en caer abatido por el fuego enemigo. Bueno, le respondió el encargado, todos tenemos que sacrificarnos de alguna manera por la patria. Pues, de ese modo, que se sacrifique tu padre. Y abandonó el edificio.
Buscó auxilio en una organización, CYF, la Hermandad de la Juventud Católica, que había abierto su sede en la calle Lafayette para conseguir la objeción de conciencia a los católicos neoyorquino que la solicitasen. Con un montón de cartas de recomendación de curas y profesores y respondiendo a todas las preguntas del formulario sobre su creencia religiosa, desde cuando la cultivaba y por qué, echó la solicitud. Pasó un año, que dedicó a enseñar español en el campus que la SUNY tenía en Stone Ridge, a la sombra de los montes Catskills, y en enero llegó la carta. Se le concedía la exención del servicio militar a condición de que pudiera acreditar un puesto de trabajo en una institución de interés público. Pensó que su dedicación a la enseñanza se ajustaría a ese baremo, pero recibió una respuesta negativa. No: la educación no la consideramos de interés público. Debería de trabajar en un hospital, en una prisión o una institución para enfermos mentales. No querían ponerle las cosas fáciles. A través de la directora del departamento de lenguas del Ulster Community College, una suiza alemana que estaba casada con un doctor judío norteamericano, encontró un puesto de celador en el Hospital de Kingston. En horario de tres a doce, se encargaba de lavar los cadáveres y de afeitar a los pacientes que pasaban por quirófano.
Con una paga de setenta y cinco dólares a la semana, el cuerpo de celadores de la antigua capital de Nueva York ostentaba en 1971 uno de los niveles de formación más altos de todo el país, al integrarlo, prácticamente en su totalidad, profesionales liberales que escapaban de ese modo a la guerra de Vietnam. Orza pudo alternar la bata verde en Kingston con un puesto de profesor de español en la escuela de Boceville, un pueblecito al oeste de Woodstock. Cogiendo la 209 y luego la comarcal 28, bordeando por su cara norte la enorme presa de Ashokan, principal suministro de agua para los habitantes de Manhattan, se presentó en el distrito escolar de Onteora. Dirigía la secundaria Domingo Lagos, un ex jesuita que no dudó en contratarle tras comprobar su dominio y pasión por el idioma. Cada mañana impartía tres clases antes de partir hacia la morgue. La objeción de conciencia debería haber prolongado su estancia por dos años pero, transcurridos los primeros doce meses, recibió una comunicación del ejército: no es necesario que continúe prestando servicios sociales. Dicho y hecho. Se despidió con premura de los cadáveres y regresó a El Bronx. No tardaría demasiado en regresar al valle.
Paseando por la calle Cuarenta y Dos, bajo el edificio del que desciende cada noche vieja la bola de metal que anuncia la llegada del nuevo año, el Allied Chemical Building, había un quiosco que vendía prensa de todos los confines de Estados Unidos. Allí encontró un periódico de Kingston, The Daily Freeman, y la curiosidad le llevó a comprarlo. En la sección de anuncios un cuadradito pequeño solicitaba profesor de español para un colegio en el condado de Dutchess y ofrecía un puesto fijo. No decía en qué localidad, puesto que los solicitantes deberían pasar el filtro a través de una agencia. Agarró el teléfono y empezó a llamar a todas las escuelas del condado. ¿Red Hook? No. ¿Wappingers Falls? Tampoco. ¿Millbrook? Lo sentimos. Después de decenas de negativas, se puso al aparato el director de la escuela de Rhinebeck: ¿eh?, sí, se trata de nosotros. Ajá. Pues si de verdad está tan interesado, más vale que se presente de inmediato. Cuando se personó para la entrevista la profesora de francés le reconoció, es el profesor de español que ha dado clase a mi hijo en el Community College, y le recomendó de modo entusiasta. El director le ofreció el contrato. Tiene que enseñar español a cuatro cursos y francés a otro. ¿Francés?. Oui. Pero si yo no parlo pas. ¿Ah, no?. No, solamente lo estudié un año en la universidad. Es igual, estoy convencido de que usted puede hacerlo. Firme aquí.
Para entonces Rhinebeck ya había adoptado una hoja de ruta diferente al resto de las escuelas norteamericanas con referencia a los idiomas. En aquellos años en los Estados Unidos se consideraba al francés o al alemán lenguas complejas cuyo estudio prestigiaba a quienes decidiesen aprenderlas, mientras que el español tenía el sambenito de tratarse de una lengua fácil cuyas aulas se rellenaban con los estudiantes menos brillantes. Corría el año 1972 y Anthony Orza aterrizó en su puesto movido por una tremenda vocación, algo parecido a una llamada religiosa, de enseñar el español a los chicos del pueblo. Mientras deshacía sus maletas se propuso como objetivo que todos sus alumnos saldrían de clase hablando el idioma con fluidez.
Utilizó dos reglas de oro. La primera: todos los días media hora de deberes en casa. Los chicos necesitaban una estructura, unas reglas y una disciplina. Desde el primer minuto no les permitió pronunciar ni una sola palabra en inglés. Cada vez que había un examen, al día siguiente, nada más entrar en clase, los papeles corregidos les esperaban sobre los pupitres. Para no robarle tiempo a la enseñanza repartiendo los ejercicios y para evitar que los chavales aprovechasen ese lapsus para iniciar conversaciones ajenas a la lección. Si yo puedo corregir todos vuestros exámenes en una noche, les dijo, vosotros podéis hacer media hora de trabajo en casa. No se admiten disculpas.
La segunda regla: los estudiantes de octavo grado son niños y quieren divertirse. Nada de copiar una lista aburrida e interminable de subjuntivos en la pizarra como hiciera en El Bronx el zaragozano Lamas. Incorporó a la docencia sus discos de Camilo Sexto, su película de Marcelino Pan y Vino y los textos que le regalara Alfonso Sastre. Después vinieron las casetes de Iñaki Gabilondo entrevistando a Espartaco o a la Pantoja y las historias que él mismo ideó sobre un tal Benito Pecho de Granito, que se desayunaba todas las mañanas levantando pesas para conseguir la admiración de las chicas de su barrio.
La hora de clase la dedicaban a conversar. Giraba en torno a un concepto, por ejemplo el verbo ir, que se repetía machaconamente a lo largo de veinticinco o treinta preguntas. ¿Te gusta ir de viaje? ¿Vas a ir al baile de la escuela? Y, para cuando el alumno salía del aula, el verbo irregular de la tercera conjugación se le había marcado en su mente sin necesidad de repasarlo en casa. La tarea doméstica se basaba en traducir. Nunca del español al inglés. Siempre de un inglés, al principio muy básico y luego algo más sofisticado, a la lengua de Delibes.
Enseguida comenzaron los viajes de estudios a España. Durante el mes de julio y cada dos años. Al principio juntando alumnos de tres escuelas, la de Kingston, la de Red Hook y la de Rhinebeck para poder completar las plazas y, enseguida, sin poder ni siquiera atender la ingente cantidad de solicitudes que se generaban en su propia escuela. En el primer viaje conoció a su mujer, que iba como profesora auxiliar de la escuela de Kingston. Esto ocurrió en 1974. Desde entonces decidió acompañarle a todos. Tan es así que su hija Nina un día les preguntó: mamá, papá, ¿nosotros somos españoles?. No, ¿por qué lo dices?. No, por nada, como venimos todos los veranos a España… Tenía la criatura siete añitos y, como el matrimonio atendía a los movimientos de veinticuatro adolescentes, les atormentaba la posibilidad de perderla de vista en un descuido. Decidieron sentarla en un cochecito de bebé. La gente se acercaba a acariciarla pensando que era paralítica. Pobrecita, tan guapa…
El viaje a España significaba para los estudiantes la comprobación in situ de los conceptos que habían ido intuyendo en la escuela. No se trataba de aprender un idioma, sino de entender las posibilidades que te abría el hecho de hablarlo. Lo que ha sido capaz de conseguir este hombre con sus alumnos roza el capítulo reservado a los milagros. Se lo sugerí a Cassinello, el Cónsul General de España en Nueva York: al señor Orza debería concedérsele una medalla al mérito. Ha hecho por nuestro país desde su aula tanto o más que algunos de los que han pasado por estas oficinas. Pero Casinello ya se marchaba, dejaba el relevo al siguiente y mi propuesta se esfumó en el eco de aquél despacho oficial de la planta treinta.
Los chicos que pasan por las clases de Tony salen hablando español. Prueba a perderte por Rhinebeck. Busca a alguien de dieciséis o diecisiete. Los vas a encontrar en la mayoría de los comercios sacándose un dinerillo después de las clases. En el restaurante italiano, Gigi Trattoria, pueden levantarse ciento veinte dólares en una buena noche sirviendo mesas. En la tienda de deportes del club de golf, cinco dólares con setenta céntimos a la hora más el diez por ciento en propinas. Diles que eres español y que estás perdido. Si no te entienden no es culpa de Tony, es que has dado justo con el que sigue el programa de hermanamiento con la ciudad de Rheinbach en Alemania. Danke schön. Bitte. No pasa nada. Ese mismo avisará a otro que sepa. Prepárate a alucinar. Estudian cinco años y el último curso se presentan al Advance Placement, el título de la Universidad de Princeton. Comparecen setenta mil estudiantes y la máxima nota es un cinco. La media obtenida por los de Rhinebeck viene siendo de cuatro y medio, situándoles, consecutivamente, entre los primeros de la tabla.
Tienes que venir a conocerle, le insistí por segunda vez al Cónsul en una recepción que ofrecieron en la residencia oficial. Debió de producirse un error de protocolo y nos invitaron. Recuerdo que sirvieron de entrada huevas de erizo sobre un crêpe con nata agria. O sea, tipo caviar ruso con blinis, pero al gusto asturiano. Magnífico. En valija diplomática llegaban las latas de oricios, el marisco de Gijón, directamente de las repisas de El Corte Inglés. No veas tú lo bien que entra eso con un cava. Y, de paso, haces un poco de patria que, cuando estás lejos de casa, como que te entran las ganas.
A propósito de celebraciones, no todo el camino de las lecciones de gramática, yo brindo, tu brindas, el brinda, amaneció cubierto de pétalos de rosa. A veces la felicidad navega por aguas turbulentas y la dicha de Mr. Orza tuvo que afrontar también su particular calvario. Cosas que pasan cuando te traiciona la razón y te domina el corazón. Cuando tu serenidad se vuelve locura y te llena de amargura. Y ya no puedes más porque siempre se repite la misma historia. Y estás harto de rodar como una noria. Morir de amor: letra y música Camilo Blanes Cortés, más conocido como Camilo Sesto. Cosas que dejan el alma herida, melancolía, cuando los métodos inusuales de un profesor de inglés, discos de pop y otras parafernalias incluidas, chocan frontalmente contra el muro de la desprotección abrumadora que sufren hoy los docentes.
En los últimos quince años EE.UU. ha experimentado un giro en la educación escolar hacia lo que Orza denomina la pedagogía lovy-touchy . Una relación entre profesor y alumno en el que este último recibe contínuas felicitaciones por sus progresos, aunque a veces sean mínimos o, incluso, inexistentes. Da la impresión de que el sistema se ha convertido en un escudo protector que pretende que todo el mundo vive feliz en el planeta Tierra. Se imparten clases sobre lo que comen en otros sitios, sus costumbres, la manera que tienen de vestirse… pero difícilmente se va a discutir la proclamación de independencia del Congo y el motivo por el que ésta tuvo lugar. En este sentido, entra dentro de lo habitual que se solicite la participación de los padres. O bien para que vayan a dar una charla, o dirijan alguna actividad creativa o deportiva que pueda ayudar a estimular la educación de los muchachos. Alguien sugirió la presencia de un representante de la ONU, pero le dijeron que mejor no. Prefieren a una madre india que toque el citar, a un padre que vista falda escocesa o a un español que enseñe a hacer tortilla de patatas. Los niños crecen protegidos y con la convicción de que todo está bien y, en caso de que no lo estuviera, la culpa siempre la tiene un malo que vive en tal o cual país y que no les deja a sus pobres habitantes llevar falda, o tocar el citar, o hacer tortilla de patatas. No se establece ninguna relación entre los Estados Unidos y el exterior. USA es number one y todo el mundo está deseando venir. Cuando vengan, eso sí, se les enseña que tienen que quererles y ayudarles y respetarles, pero no se cuestionan nunca el por qué esas personas tienen que emigrar. Se sobrentiende que quieren o tienen que hacerlo por culpa del malo, nunca que puede que vengan aunque no lo deseen ni que el malo a veces pueda estar aquí adentro.
Orza es consciente de que su presencia, tan serio, tan exigente, tan grandote, inspira un poco de temor entre sus alumnos los primeros días de clase. Pero, como dice su abuela italiana de ciento cuatro años: mejor que lloren ellos, Tony, a que llores tú. Pasada esa primera prueba de fuego, los chicos se suelen relajar y el profesor no recuerda ni una sola ocasión en que haya tenido que alzarles la voz para pedirles que se sienten o que guarden silencio en clase.
Han cambiado las tornas, suspira. Mucho. Antiguamente la administración de la escuela defendía a los profesores y hoy defiende a los alumnos. Recuerda cuando empezó. Estaban terminando una actividad fuera del aula y pidió a los chicos que se diesen prisa en regresar. Uno de ellos, para perder tiempo, se metió en los servicios simulando que iba al lavabo y luego se puso a andar lo más lento que pudo. Orza le pegó un leve empujón rogándole que acelerase el paso. El alumno se volvió y le metió un puñetazo. En el pecho. Delante del resto de la clase. Tony supo que tenía que reaccionar para mantener la autoridad y le devolvió el envite. Apareció el director. ¿Qué ha pasado, qué ha pasado? No me lo puedo creer. Le dio la razón a Orza y le sugirió que se tomase el día libre, como lo siento, como lo siento, por haber tenido que afrontar un episodio tan desagradable. Tony prefirió quedarse. Hoy en día eso resultaría imposible: el profesor se habría metido en un callejón sin salida. Hay varios ejemplos que lo atestiguan.
En 2003 entregó un texto para traducir. Había un alumno que utilizaba un traductor de internet para ahorrarse el trabajo y, ese día, no se dio cuenta de que su hermano lo había cambiado del español al francés para hacer lo propio con sus deberes. Se lo entregó a Mr. Orza tan campante. Perdona, esto está en francés. El chaval salió al paso diciendo, ay perdone, es la tarea de mi hermano, nos hemos debido de intercambiar los papeles sin darnos cuenta. Pero Orza le dijo que no colaba. Está en francés y no puede ser de tu hermano porque son las frases que te he dado yo en inglés. Total que le pilló y llamó a la madre para comunicarle que su hijo estaba copiando. La señora se puso como una fiera. ¡Cómo se le ocurre llamar tramposo a mi hijo!. Orza argumentó que la evidencia era clara y que no se le ocurría otro adjetivo para calificar aquella acción. La madre se defendió señalándole que al principio del curso no había mandado ninguna circular informando específicamente que no se permitía traducir con la ayuda de internet. Llamada al director del centro y éste, por no meterse en conflictos, le dio la razón a la madre.
Otro día explicaba el verbo dejar. Pretérito indefinido. En medio de la historia que estaban desarrollando preguntó en voz alta: ¿quién se dejó el pantalón en el coche de María?. A la mañana siguiente le esperaba el director en su despacho para llamarle al orden. No resulta apropiado tocar el sexo en sus lecciones. ¿Sexo? Él se defendió diciendo que solamente había logrado provocar sonrisas en sus estudiantes, utilizando un elemento inocente, para conseguir que se interesasen por el estudio del idioma. Lo siento, pero tengo que abrirle un expediente.
¿Qué estaba sucediendo?. En sus treinta años de docencia Tony Orza no había alterado su método de enseñanza. Tampoco habían cambiado los adolescentes, que seguían llegando con los mismos problemas e inquietudes que los del curso anterior. ¿Entonces? El cambio lo había efectuado el sistema que, de pronto, se mostraba incapaz de entender qué demonios pintaban unos pantalones abandonados en un coche en medio de un curso de español.
El primer disgusto serio llegaría con un chiste. Él siempre había utilizado bromas. Son chicos de trece, catorce,… diecisiete años. No puedo contarles el cuento de Caperucita, se defiende. No se trata de pasarse, ni yo mismo sabría cómo, pero, por el bien del aprendizaje, creo que pueden tolerar algunas gracias que, en cualquier caso, siempre van a estar por debajo del tono del lenguaje que ellos mismos hablan en los recreos. El profesor de latín, que es judío, había contado un chiste durante el almuerzo con el que se pasaron riendo un buen rato. No tenía nada de antisemítico, explica. La prueba es que él fue el primero en no poder reprimir la risa. A mi me pareció bueno para introducirlo en clase y lo conté. Un judío y un chino viajan juntos. El judío dice: a mi no me caen bien los chinos. El chino pregunta: ¿por qué? Porque bombardearon Pearl Harbor. Oh, no, está usted equivocado, eso lo hicieron los japoneses. Bueno, replica el judío, y ¿qué más da? Chinos, japoneses, son todos iguales. Tras unos minutos de silencio el chino se decide a abrir la boca. A mí no me gustan los judíos. No me diga, y ¿eso? Porque hundieron el Titanic. Ah, no. El Titanic no lo hundieron los judíos, por favor. Fue un iceberg. Bueno, se encoge de hombros el chino: Iceberg, Spielberg, para mí son todos iguales.
La carcajada de la clase fue sonada. En todos los rostros se dibujó una sonrisa a excepción de la cara seria del director que, ese día, visitaba el aula. Como él no hablaba español, le pedí a una alumna que se lo tradujese. Creí que se emocionaría al ver que una niña de trece años tenía la capacidad de entender un chiste en otro idioma y traducirlo al inglés sin problemas. Terminada la traducción su rostro no mudó el gesto y fui llamado a su despacho. No puedo permitir que en esta institución se insulte a los chinos y a los japoneses. Y, menos aún, que se ría usted de los judíos. Orza desconocía que estaba lloviendo sobre mojado. De hecho, caían chuzos de punta. A penas unos días antes, una alumna que estaba en la cafetería comiendo matzah, el pan ácimo de los judíos, recibió una amenaza de un macarra, te voy a matar perra, que, naturalmente, le había metido el miedo en el cuerpo. El director, tal vez asustado por las implicaciones de una decisión tan severa, no expulsó al agresor. La madre de la alumna advirtió que pensaba demandar al colegio por no tomar cartas en el asunto y ahora, debido al chistecito de Tony, la dirección temía que la advertencia se transformase en realidad.
El colegio envió un informe al Director del Distrito. He oído hablar mucho de usted, señor Orza. No se puede ir a ningún rincón de este valle sin escuchar elogios del gran profesor de español, le confesó con cierta ironía. Abrió delante de él su expediente y vio que coleccionaba otros incidentes, como el de los pantalones perdidos. Le felicito. Es usted uno de los mejores maestros del sistema educativo. Cualquiera podría darse cuenta con una simple observación de los logros que figuran en esta hoja de servicios. Excelente. Le condeno a pagar una multa de mil dólares. ¿Mil dólares?, ¿usted sabe cuál es el sueldo de un profesor de idiomas? Durante diez meses le fueron descontando cien dólares de su salario. Le tocó pagar el pato. Por no haber reprendido a tiempo a un estudiante racista, los demás perdían el derecho a tener sentido del humor.
Luego vino lo de Paloma San Basilio. Quería explicar el significado de la palabra desnudo y, como el inglés hay que abandonarlo en el pasillo antes de entrar por la puerta, algunos alumnos no entendían de qué estaba hablando. Entonces se fijó en la portada de uno de sus discos. Aparecía la cantante de beso a beso sumergida en una piscina y asomando la cabeza por encima del agua. Colocó el álbum en la pizarra. A ver: ¿quién nada desnuda en el agua? Un chico respondió enseguida: Paloma. Hubo risas y no hicieron falta más preguntas. Creyó que se cerraba el caso. Al revés: acababa de abrirse. Una chica perteneciente al movimiento conservador de Cristianos Renacidos presentó una queja formal. Vuelta al despacho del director. Nuevo expediente y segunda visita a la oficina del Director del Distrito Escolar. Vaya, vaya. Mira a quién tenemos por aquí. ¿Qué tal va todo señor Orza? Veo que se empeña usted en reincidir. Tengo que mandarle a terapia. Espero que seis sesiones le hagan recapacitar.
El psicólogo le inquiría: ¿pero usted cómo sabe que Paloma está desnuda bajo el agua? ¿Qué es lo que le incita a pensar en cuerpos desnudos? ¿Cómo son las relaciones sexuales con su esposa? Mr. Orza se puso en pié y le dejó las cosas claras. Oiga, no venimos a hablar de mi mujer, venimos a discutir sobre educación. Mucho cuidado, caballero. Está usted frente a la víctima de una caza de brujas, no ante un viejo verde. No se confunda. El psicólogo no sabía cómo reaccionar. Es gente que está acostumbrada a manejarse con escasas palabras. Ah, si, oh, ya, ¿eh? Monosílabos que en ningún momento pudieron apaciguarle al profesor la vergüenza aberrante de tener que acudir a cursos de reeducación para obsesos sexuales.
Hoy, día de las votaciones, Tony ha pasado por el colegio porque tiene que retirar los posters de España que abarrotan las paredes de su aula. Los bomberos le han escrito una nota explicando que ha de hacerlo por motivos de seguridad; que tanto papel clavado con chinchetas en el yeso ha convertido a su guarida en un auténtico polvorín. Lo entiende, como entiendo yo que haya que descalzarse antes de entrar en los aviones, pero eso no implica que para él no vaya a suponer una ceremonia incómoda. Remover memorias no resulta un trago agradable para nadie. Como a quien le toca limpiar el armario de un difunto. Cada paisaje que cae lleva amarrada consigo una anécdota. Está el de la Barcelona Olímpica, el de la catedral de Santiago, el del logotipo de Radio Exterior de España, Ree, en donde contaron la historieta que le valió otra mancha en el expediente. Invitaron al micrófono a un cómico. Esto era una vez un niño muy limitado que contaba siempre con los dedos. Su padre dice: pues ahora vas a aprender a contar mentalmente. Metete las manos en los bolsillos. Y el chiquillo, que era más parado que un buzón de correos, se las mete muy sumiso. A ver, cuenta. Y ¿qué cuento? Pues venga, cuéntate los dedos, pero sin usarlos. Total, que aquel chico, con la cabeza gacha, mirando siempre para abajo, se pone a contar. Empieza por la derecha. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Pasa por el centro. Seis… Y sigue por la izquierda. Siete, ocho, nueve, diez y once. Once. Me salen once dedos. Le salían once. Cuando Orza lo representó en clase, sin darle demasiada importancia, los alumnos se mondaron de risa. Lo repetían entre ellos, se lo contaban a los compañeros de otras asignaturas en los pasillos. Objetivo cumplido: no se les olvidaría en la vida cómo contar en español hasta once. Pero al sistema no le pareció apropiado. ¿Por qué incluye usted al pene en sus lecciones, Orza?
¿Qué estaba ocurriendo? En sus clases él creía saber dónde debía de trazar la delgada línea roja y procuraba no traspasarla. Tampoco permitía que se la saltasen los alumnos. Un día, mientras practicaban las distintas acepciones de buena, adjetivo calificativo, un listillo se le quiso subir a la chepa. Profesor, ¿tú tienes una mujer buena? Se escucharon algunas risitas y luego se hizo el silencio. Orza le respondió: Sí, tan buena como tu madre. Visita a los enfermos y ayuda a la gente. Nuevas risas. A la salida pudo escuchar como el resto le tomaba el pelo al gracioso diciéndole que Orza le había ganado por la mano. Bueno (en este caso adverbio), la que le cayó. Señor Orza, bajo ningún concepto un alumno debe sentir en su clase que goza de libertad suficiente como para atreverse a preguntarle sobre los hábitos sexuales de su mujer. Y, ¿cómo puedo controlar yo eso, señor director? En el expediente hicieron figurar que su mujer era objeto de discusión sexual en clase. Su pobre mujer, que es lo más modosito de todo el valle.
No es la única. Su hija también figura en la lista negra. Enseñó una foto de Nina, cuando esta cumplió veintitrés años y exclamó orgulloso que estaba bien guapa. Y el psicólogo: Tony, ¿le parece apropiado utilizar a su hija como símbolo sexual?. Mire yo soy padre y mi hija me parece la más guapa del mundo. No hay nada más, ¿no lo puede comprender? Ah, ya, oh, sí, ¿eh?.
Ejercer de profesor en los tiempos que corren no resulta tarea sencilla. El gobernador de Misuri ha pedido que, por cada tres bombillas, desenrosquen una para poder afrontar el recibo de la luz. En Oklahoma algunos maestros conducen voluntariamente los autobuses, friegan los suelos y cocinan en las cafeterías para suplir los recortes presupuestarios que han obligado a despidos de personal. En Oregón han renunciado a quince días de salario. En varios distritos de Colorado las semanas lectivas se han quedado reducidas a cuatro días. A lo largo y ancho de los Estados Unidos, los vecinos hornean pasteles y montan mercadillos para recaudar dinero e impedir que les dejen sin profesor de música o sin educador especial; los dos primeros de la plantilla en sufrir la baja. Sin embargo, no es nada de esto lo que asusta a las mujeres y a los hombres que se mantienen en pie, junto a la pizarra, por pura vocación. Lo que de verdad les desanima es comprobar que el sistema ya no les respalda. Muchos profesores están deseando cumplir los cincuenta y cinco y jubilarse. Orza tiene 60 y no puede imaginar el día en que traspasará su misión. ¿Quién va a continuarla?, ¿quién va a poner las cintas del método Puerta del Sol con la entrevista a la reina Sofía el día de su cumpleaños?. ¿Quién va a aguantar sin paraguas el chaparrón de las quejas que llegan hasta por mencionar demasiado a menudo en clase la religión católica? Yo les digo: es que para entender Europa hay que conocer el catolicismo. Les explico lo que son los santos inocentes y cuando visitamos la catedral de Ávila y ven la estatua de los romanos pasando por la espada a los recién nacidos saben lo que están viendo. Una alumna me echó en cara que ponía demasiadas canciones sobre la Virgen. Pero, chica, si es cultura. Si cuando te lleve a Sevilla a ver la Macarena, aunque no seas creyente, se te va a poner la carne de gallina… ¿Macarena? Aaaaaaay, Macarena. Aá. Que no, mujer, que no es eso.
Poco a poco va descolgando los pósters. El de los Sanfermines. El de la feria del Rocío con las carrozas de bueyes recortadas en un fondo de marismas. Yo les intento explicar que soy católico cultural. Tenemos dos mil años de historia, las iglesias son bonitas y las esculturas obras de arte. Hay que saberlo apreciar. Pues nada, que sobra Blanca Paloma. Las paredes se van quedando peladas. Desaparecen los paisajes; permanecen las marcas que delatan los lugares en que antes hubo fotografías. La vida sigue. Cuando te tachan de viejo verde o de sexista es difícil limpiar la calumnia, comenta con resignación. Luego esboza una sonrisa. Pero son anécdotas, motas de polvo, que no conseguirán ensombrecer el manto tejido en una larga trayectoria. Rib. Rib. La Alhambra de Granada queda atrapada en un rollo por una goma del pelo.
Extracto del capítulo “Junio”
“A Cien Millas de Manhattan”
Guillermo Fesser, Aguilar 2008